Ni el agua era azul, ni las rocas eran de un ultramar oscuro. Todo dependía de la hora, y de la iluminación del ambiente. Y de mi, con esas ganas o no, de atrapar en cada momento los colores que me parecían acordes con mi tiempo.
Era Galicia, eso sí, ya no está esa Galicia pues se la va llevando constantemente el propio aguar de mar y la desdibuja para hacerla más hermosa todavía. Era una tarde de verano algo húmedo y con mariscos de los minoritarios de los de sin mucho poder en los mercados.
Era la calma, la felicidad, el saber que quedaba todo un tremendo recorrido por hacer. Era casi el inicio. Cuando estás comenzando es imposible adivinar los futuros. Puedes imaginarte el de otros que ya hayas visto, pero el tuyo no, pues sabes que lo tienen que ir construyendo y eso depende de muchos factores que no dominas.
Había tanta vida diferente, curiosa, imposible entre aquellas aguas que se repartían las rocas, que yo llegué a pensar que aquello no podía ser real. Nunca más he vuelto a ver tantos animales pequeños ajenos a mi presencia, lo que me ratifica que aquello no era real.
